Emilia Pardo Bazán
La llamaban los literatos —despectivamente por si cabía la duda— la inevitable, porque ciertamente no había lugar en donde no estuviese Emilia Pardo Bazán.
CREADORAS LETRAS
Pese a ello, sí hubo un lugar donde el machismo rancio y envidioso de sus coetáneos logró que Emilia no entrase: en la Real Academia Española. Como hicieran con Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien hubiese intentado años antes su ingreso en la institución, a la Pardo Bazán se le negó ser académica por la simple e inmunda razón de ser mujer.
Pero Emilia tenía todos los méritos para estar en la casa de las letras con toda potestad. En 1905 fue la primera socia del Ateneo de Madrid con número 7925, aunque ya como escritora de éxito ella daba conferencias en el lugar años previos a su ingreso, no podía entrar en él como socia de pleno derecho. Más tarde, un sólo año después, sería presidenta de la sección de literatura. Es aquí desde donde parte el relato de Emilia, el día en el que consigue tener un puesto de valor dentro de una institución plenamente patriarcal como lo era el Ateneo. Sentamos a Emilia en el salón de conferencias y nos aseguramos que sus posaderas encajan divinamente (haciendo guiño a ese nefasto comentario que le haría Juan Valera “tu culo no cabe en los asientos de la RAE”), la acompañamos en un paseo íntimo por el lugar que tanto simbolizaba para ella, porque para la condesa la presencia en lugares legítimos para el arte de las letras, los puestos de poder y la responsabilidad institucional eran clave para su carrera. Emilia no quería escribir sin más, quería ser reconocida por ello, quería un nombre y un legado, quería lo que quieren los demás escritores pero que en cuerpo de mujer es acusado de prepotencia.
Para cuando Emilia es nombrada presidenta de la sección de literatura en el Ateneo, mucho lleva a sus espaldas para con el mundillo literario varonil que la rodea. Para entonces – estamos en 1906 – ya había intentado en dos ocasiones su ingreso en la RAE, en 1889 y 1891, y pese al disgusto, volvería a hacerlo en 1912 cuando una plaza queda libre. Como ejemplo del suplicio que tuvo que soportar por parte de compañeros, este fragmento de una carta del ya mencionado Valera a su amigo Marcelino en cuestión a la candidatura de Emilia Pardo Bazán:
Mucho me alegro de que recibiese Vd. y leyese con gusto mi folleto Las mujeres y la Academias. Aunque ahonde yo mucho en lo íntimo de mi conciencia, aseguro a Vd. que no veo que, al escribirle, me moviese el más imperceptible prurito de contrariar o de vejar a Dª Emilia, sino la firme convicción de la disparatada cursilonería de que trajésemos a Dª Emilia a pedantear entre nosotros, sentada, v. gr., entre Commelerán y Fabié. Y no sería esto lo peor, sino la turba de candidatos que nos saldrían luego. Tendríamos a Carolina Coronado, a la Baronesa de Wilson, a Dª Pilar Sinués y a Dª Robustiana Armiño. Por poco que abriésemos la mano, la Academia se convertiría en aquelarre (ibid.: 198).
Emilia responde a ello con una absoluta e irónica brillantez: “si admitimos en la Academia a las señoras que lo merezcan, ¿cómo nos las vamos a arreglar para no admitir a las que no merezcan?”. Y es que Emilia siempre abanderó que se otorgase al mérito lo que era del mérito y no del sexo.
El sexo no priva solo del provecho, sino de los honores también; y en nuestra patria, donde los truchimanes e hipnotizadores de oficio que andan dando funciones por los teatros lucen en el pecho placas y cruces españolas, Rosa Bonheur no vería nunca el suyo cruzado por la banda de la Legión de Honor.
Así se dirigía a Gertrudis Gómez de Avellaneda en unas cartas póstumas (pues la poeta cubana ya había fallecido) publicadas en la prensa con la cuestión académica palpitante en la sociedad literaria del momento. Y es que Emilia, al descubrir el suplicio de su antecesora y verse ella en el mismo, decide desahogarse escribiéndole a la que fuera la primera que desafiara el orden varonil de la institución que en tiempos de la Tula tenía su sede en la calle Valverde, hasta que en 1894 se trasladara a la nueva sede en la calle de Felipe IV. Así cruzamos a ambas en el relato, de manera fantasmal, casi imperceptible. “Otra desvelada”, piensa Gertrudis al notar una presencia tras ella. Ambas en la calle del Prado, en diferentes años pero casi idénticas situaciones.
Emilia observa la galería de retratos del Ateneo, y presume de verse muy pronto allí, pese y contra todo. Y qué razón tenía, que su imagen allí todavía duerme. Muy cerquita, ahora también, en la calle Huertas, una frase suya, como fuera la primera socia del Ateneo, la primera literata en tener una frase bordada en cobre sobre el pavimento del Barrio de las Letras.